miércoles, 10 de octubre de 2012

L. Minicius Natalis Quadronius Verus, “Minicio el Olímpico”




Ya era hora de hablar de un hispano secundario. Nadie mejor para empezar que este patricio barcelonés del siglo II.
 L. Minicius Natalis Q. V. no es mencionado por ningún historiador antiguo que haya llegado a nosotros, pero nos ha dejado más de treinta restos epigráficos repartidos por todo el imperio romano. En ellos, gracias a la labor de los nunca suficiente alabados epigrafistas, están inscritos sus hechos, cargos y honores recibidos. Son bastantes para que yo les haga un recorrido por su vida y una pequeña semblanza de este personaje tan típico de su época y a la vez tan singular.

 L. Minicius Natalis Quadronius Verus nació en Febrero del 96 d.C. en la actual ciudad de Barcelona, antigua Barcino. Su familia paterna (la Minicia Natalis) era probablemente de origen itálico, una de tantas que emigró a Hispania durante los siglos II y I antes de nuestra era para buscarse la vida en las nuevas colonias. Por los azares del destino y las habilidades humanas, fueron prosperando en la emergente Barcino y a finales del siglo I pertenecían a la aristocracia local y se trataban con senadores. Así que, desde el nacimiento, se puede decir que nuestro Minicio estaba predestinado a ser un típico hijo de papá.

 Desde luego, su padre no era un cualquiera. Tuvo la suerte de pertenecer al “clan hispano” que acompañó a Trajano a Roma y fue colmado de cargos, títulos y prebendas durante su reinado. Sobre todo por su bien hacer durante las campañas de las Guerras Dácicas, que lo llenaron de condecoraciones y le abrieron el futuro a grandes cargos.

 Pero el padre era muy de su pueblo y se casó con una paisana, una Quadronia (con papá cónsul), de familia de aristócratas de Betulo, la actual Badalona. Los quadronii eran una estirpe tan orgullosa de su pedigrí que no quisieron que nuestro Minicio llevase solo el apellido del padre. De ahí que nuestro Minicius tuviera que llevar toda su vida a cuestas ese nombre kilométrico.

 Pronto acompañó a su padre en los destinos que le daba su amigo Trajano. La lista de su curriculum viene muy bien resumida en el estupendo blog En Els dies de Dèdal”. Yo se la cuento un poco a mi manera:

 Después de una estancia en Roma, donde fue triunvir monetal a los 18 años, acompañó a su progenitor cuando estuvo de gobernador en Pannonia Superior durante cinco años. Allí el joven Minicio fue tribuno laticlavio en tres legiones del Danubio (115-118) y parece que empezó a entusiasmarse por la vida y el mando militar, como luego veremos.

 Difunto el cordobés Trajano, el veinteañero Minicio siguió progresando bajo el gobierno del sevillano Adriano, al que le debía caer bien su padre, pues lo hizo Procónsul de África, un cargo de lo más chic para un senador. El regalo de papá fue hacerlo cuestor y legado en la populosa Cartago. Tras un corto tiempo de vacaciones africanas, se muere su querido padre en la gloria del proconsulado y Minicio, ya bien relacionado, vuelve a Roma a seguir el cursus honorum político tradicional: tribuno de la plebe, pretor, el sacerdocio de augur... pero parece que no se encontraba a gusto en la opulenta vida de la Urbs. El joven Minicio suspiraba por volver al mundo de los campamentos, trompetas y sandalias sudadas, no le atraía nada lo de adivinar futuros mirando el vuelo de los pájaros en su cargo de augur. Deseaba la gloria militar, sentir el peligro de la muerte en sus venas, derramar la sangre en honor de la patria y provocar la muerte de sus terribles enemigos. En fin, hay gente para todo.

 Quizá le pidió en persona a Adriano un destino en las legiones o el perspicaz filoheleno descubrió sus habilidades marciales viendo que cazaba los pájaros que debería observar. Fuese como fuese, lo cierto es que en la década de los años 30 lo encontramos ocupando el cargo de legado de legiones en las fronteras más amenazadas: Numidia, Dacia, Britania con el muro de Adriano nuevecito... aunque no parece que fuera tan condecorado como su padre. Al menos las estelas que levantaba allí por donde iba no mencionan claramente honores militares.

 Muerto Adriano, nuestro Minicio sigue siendo querido por el siguiente emperador, el buenazo de Antonino Pío, que le nombra cónsul en el año 139. Luego recibirá más cargos, como el de Curator de las obras públicas, gobernador de Mesia Inferior, donde debió recordar con nostalgia sus años mozos de tribuno militar, y finalmente el cargo de Procónsul de África (152-154). El mismo cargo que ocupó su padre treinta años antes. Pero, al igual que él, nada sabemos de nuestro Minicius después de esa fecha.

 Debió de morir en el puesto o poco más tarde. 


También sabemos que nuestro Minicio fue protector o patrón de otras localidades del imperio, aparte de su Barcino natal, incluso con tanto pedigrí como Tíbur, pues Rodriguez Neila, en “Elogio público de un magistrado romano”, nos cuenta que allí tenía propiedades y fue nombrado duumvir quinquennalis (una especie de superalcalde) “maximi exempli”.

 En fin, que no tuvo más honores porque no le dio tiempo.


 Sin embargo, toda esta gloria no fue más que hojarasca para el porvernir. El bueno de Minicio no pasó a la posteridad por tan ostentosos cargos y prebendas, que se olvidaron tan rápido como se dejaron de disfrutar. No, Minicio tiene su pequeño lugar en la Historia por un hecho que seguramente no significó en su vida más que una anécdota simpática y que nadie sabría si no fuera por un investigador concienzudo y aplicado, el doctor Frederic-Pau Verrié i Faget.

 En 1972, El doctor Verrié viajó a Olimpia y localizó la inscripción que Minicio hizo grabar en el zócalo del monumento que erigió para conmemorar su victoria del año 129 d.C en la carrera de carros de la 227ª Olimpiada. Una copia de ese zócalo, levantada frente al INEFC en Montjuic, la pueden ver en la foto que encabeza esta entrada.

 Porque nuestro Minicio fue todo un campeón olímpico, así como lo leen sus ojitos. Resulta que el único hispano olímpico de la Antigüedad nació en la única ciudad hispana que ha sido olímpica en tiempos modernos. Si es que la Historia, cuando se pone a enlazar hechos, se vuelve una artista.

 Bueno, aclaremos bien frotado que él no condujo los caballos, que lo hizo un auriga contratado, pero el premio olímpico se lo daban al que pagaba el carro y lo presentaba a la carrera. Así que vale igual.

 No sabemos el motivo que llevaría a Minicio a presentarse a las Olímpiadas. Puede que en el ambiente filoheleno del emperador Adriano, apasionado hasta la manía por la cultura griega, fuese casi obligado hacer tal gesto para quedar bien y ganarse los favores del sevillano. Puede que Minicio realmente fuese un filoheleno y suspirara por participar en un evento tan evocador para su ego. Puede, también, ser ambas cosas o ninguna. Quién sabe y poco importa. Lo divertido es que ganó y, tal como proclamaban los sacerdotes de Olimpia, su nombre se hizo tan inmortal como el de los dioses.

 Tanto, que hoy existe una lápida en la sede del COI español dedicada a su gesta olímpica y, además, la Generalitat da una medalla con su nombre a los mejores atletas olímpicos catalanes.

 Dos mil años después, si Minicio levantara la cabeza, es fácil pensar que dudaría de la cordura humana al descubrir que, solo por ganar una carrera de carros, su recuerdo tiene una supervivencia que ni centenares de cargos, títulos, méritos e inscripciones monumentales bañadas en oro le hubieran dado.

Si es que es la pura verdad: sólo leemos las páginas de deportes.


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